Ya no siento lo mismo

Cualquiera que haya amado el tiempo suficiente, de verdad, en profundidad y hasta las entrañas es muy posible que se haya enfrentado al sentimiento de ausencia, de vacío, y al mirar a quien fue su amor (y aunque no lo sienta, lo más probablemente es que siga siéndolo) perciba la sensación evidente de que todo ha pasado: “ya no siento lo mismo”; quizá incluso “ya no siento nada”.

Es una certeza que puede provocar perplejidad, vértigo, la sensación de estar al borde del precipicio y no ver el fondo.

En ese momento el deseo de huir, de abandonarlo todo (y abandonarle) puede ser acuciante, puede presentarse como la única salida.

¿Pero a qué se debe esta sensación?, ¿es realmente el fin del amor?

Me resulta evidente que esta certeza de ausencia de sentimiento es lo mismo que los mayores amantes, los místicos, llaman la noche oscura; y estoy convencido de que su origen y su fin es el mismo que en el caso del amor místico: purificar el amor.

Como explica Javier Vidal-Quadras en su magnífico libro “Después de amar te amaré”, al comienzo del amor, en eso que llamamos enamoramiento, sucede que vivimos del sentimiento: “¿No es verdad que a veces te sentías enamorado de estar enamorado?”.

El enamoramiento provoca sentimientos tan intensos que puede centrar al amante más en sus propias sensaciones (y por tanto en sí mismo) que en su amado. Como dice la maravillosamente romántica canción de Sam Cooke: “I love you for sentimental reasons”.

Pero pasado el tiempo prudente esos sentimientos deben atemperarse, es bueno dejar de tener la emoción a flor de piel, esa que nos hace sentir tan bien que, en realidad, ni siquiera nos hace falta estar junto al amado para sentirnos así.

Y puede llegar el momento en que ya no solo no sintamos lo mismo, sino que verdaderamente no sintamos nada. Quizá el vacío.

Ahí comienza la purificación del amor. Ahí es cuando podemos comenzar a amar al otro no por lo que provoca en nosotros, sino únicamente por quién es. Porque es. Y eso basta.

Basta no sentir lo mismo que al principio, y mejor aún, no sentir nada.

Mirarle y pensar: “¿Por qué me casé?”.

Y darte cuenta que la única respuesta es: “por quién es”.

No necesitas más. En el amor, en el amor verdadero, tú no importas. Si sientes, bien y si no, también.

Es necesario pasar esa fase que te permite demostrar(te) quién eres.

Así lo expresaba Rudyard Kippling:

“Si logras que tus nervios y tu corazón te asistan,

aún después de su fuga de tu cuerpo en fatiga;

y se agarren contigo cuando no queda nada

porque tú lo deseas y lo quieres y mandas.”

¿Quién manda aquí, tus sentimientos o tú?

Es saber que mi vida es suya.

Cuando te permites sumergirte en esa noche de amor, en esa oscuridad de sentimientos, es entonces cuando el amor maduro puede lograr aparecer.

El amor no ha muerto. No puede. Solo oculta el sentimiento para que puedas amar por amar, sin necesidad de sentir nada. Sin que tú importes.

Y cuando la noche oscura más duele, cuando su cercanía lleva incluso a tales deseos de distanciarse que te hacen dudar de quién eres y quién es esa persona que está a tu lado, es cuando puedes llegar a intuir la respuesta: es mi amor. Es mi amada.

Y la miras y te das cuenta de que TODO tiene sentido. Tu vida tiene sentido, y el sentido es ella.

Entonces el sentimiento ya no depende de su sonrisa ni de sus caricias, ni de que se dé cuenta de que has hecho esto o aquello, ya no depende de nada.

No te hace falta sentir nada para saber que tu estado es estar enamorado.

La ausencia de sentimiento purifica el amor.

Santa Teresita de Liseaux, quien sufrió una profunda oscuridad en su amor, se lo explica de manera sencillísima (como es ella) a su hermano espiritual, el abate Bellière, tras una fase en la que él mismo tuvo que ordenar las dudas de su corazón: «Ahora que la tempestad ha pasado, agradezco a Dios el que se la haya hecho atravesar, porque nosotras leemos en los Santos Libros estas hermosas palabras: “Bienaventurado el hombre que ha sufrido la tentación” (Santiago, 1, 12), y también: “El que no ha sido tentado, ¿qué sabe?” (Eclesiástico, 34, 10)”» (Santa Teresa del Niño Jesús de la Santa Faz, carta 177, al Abate Bellière, 21 de octubre de 1896).

Pero si el XVIII es llamado el Siglo de las Luces, por la primacía de la razón y el conocimiento, el siglo XXI será conocido como el Siglo de los Sentimientos.

Pretenden que nuestros sentimientos determinen incluso lo que somos (somos lo que sentimos). Y si no siento nada …

Reducir el amor al sentimiento, reducir al ser humano a sus sentimientos es cercenar su esencia, dejarle en un estado absoluto de inmadurez e indefensión. Incapaz de mirar, de buscar más allá de sí mismo.

Realmente es hacerle incapaz de amar.

Si los cónyuges se permitieran sumergirse en la noche oscura … si se permitieran llegar a amar sin necesidad de sentir nada … cada uno podría llegar a madurar, su amor podría llegar a alcanzar el auténtico extasis y experimentar qué significa amar al otro, simplemente porque es.

Y el mundo viviría completamente enamorado.

Esta entrada fue publicada en Familia, Matrimonio y etiquetada , . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario